domingo, 8 de mayo de 2011

Luciérnagas

Hace mucho que no pensaba en luciérnagas. No es que en mi vida haya sido una idea recurrente, pero hoy, de casualidad, mi mente retrocedió años por escuchar una canción: “una luz que se enciende y se apaga: luciérnagas”. Eso dice la canción, aunque yo, en realidad, escuché: “mi corazón se prende y se apaga, como una luciérnaga”.
    Y se me quedó la idea, rondando en la cabeza, prendiéndose y apagándose, llevándome hasta hace tanto, cuando era niño y, en mis vacaciones, íbamos de viaje a un lugar en el que en la noche se veían miles de luciérnagas.
    Cuando era niño, en aquellas noches, las luciérnagas me fascinaban; pensaba que eran mágicas. No hadas, no duendes, sólo mágicas. De pronto, en medio de la obscuridad, una lucecita se enciende, vuela y desaparece. Y luego otra más allá, o quizás la misma, nunca lo sabía, hasta que veía dos al mismo tiempo.
    Miles de veces me pregunté por qué se encenderían, por qué sólo de noche, por qué sólo unos segundos. Y de la misma manera en que ellas me parecían mágicas, mis respuestas tenían que estar a la par: “se encendían sólo porque un día descubrieron que podían y su luz les pareció muy linda; sólo de noche porque de día no se veían; sólo unos segundos para que siempre fuera una sorpresa”. Pero también pensaba que se encendían para que todos pudieran ver la belleza de las luciérnagas, que, cuando están apagadas, sólo son otro insecto más, sin mucho chiste, sin nada que mostrar.
   
    No sé qué pensar de lo que escuché en esa canción; no sé por qué, pero a veces mis respuestas sólo me dejan más preguntas.

Juan Manuel Ruisánchez Serra.
Aubin Arroyo. Vancouver.